Cuando era pequeña la muerte era algo lejano y ajeno como las historias de la "mano negra" con la que nos asustaban las madres para que dejáramos de llorar. Lo triste de crecer es que morirse se convierte, cada día que pasa, en aquello que puede ocurrir en cualquier momento, sin que medie ni siquiera una enfermedad o la vejez. Y nos acostumbramos a escuchar y decir la frase que oíamos a nuestros padres, tíos o vecinos: "Pa morirse, sólo hace falta estar vivo". Cuando comprendes que la muerte forma parte de la vida, con todas sus consecuencias, has abandonado definitivamente la inocencia y el mundo se convierte en un lugar incierto. Pero esta incertidumbre te empuja a vivir el momento, a pensar en más de una ocasión en que acabarás arrepintiéndote de lo que no has hecho, de los lugares donde pudiste ir, de las películas que no vistes, de los libros que no leistes o de las palabras, los abrazos y los besos que dejaste en el camino.
He oído mil veces contar muchos tipos de muerte, unas más desgraciadas que otras, unas con más sufrimiento que otras. El paso del tiempo atenúa el dolor, dicen; nos acostumbramos a vivir con él. Pero cuando te toca, con su áspera crudeza, deseas salir de ti y vivir siempre en esa otra época en la que el dolor estaba en los cuentos, en las historias de los mayores y, para olvidarlo, sólo hacia falta que te invadiera el sueño.
Para Alicia, aunque hoy nada aliviará su dolor.
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