El paso del tiempo

domingo, 12 de febrero de 2012

¿Cómo se pueden envolver las palabras?

Esta entrada es un regalo. No lleva lazos ni papel bonito. ¿Cómo se pueden envolver las palabras? 

Hace años yo vivía lejos. En aquellos tiempos todo era posible. El futuro estaba pasando, los sueños se  cumplían. Yo estaba lejos de todo lo que atenazaba mi alma. Cargaba con toda la ingenuidad posible y actuaba con naturalidad, algo de timidez, aunque intentaba que no se notará. El día a día era siempre una aventura y cuando llegaba a casa, una casa de adopción, me sentía relajada, tranquila, rodeada de muestras de cariño. Pero, sobre todo, sentía por primera vez que un hogar no tenía por qué significar presión, exigencia, malos pensamientos, incomprensión, dolorosas palabras. Durante días esperé la segunda parte, busqué el reverso de esta nueva situación. Lo busqué en las palabras, en los gestos, en las miradas, en comentarios oídos a destiempo. Y no hallé nada. Miento, casi nada.
Poco a poco me fui relajando en ese nuevo hogar. Encontré lo que no había venido a buscar: que alguien me quisiera de verdad tal como era. No pretendía sustituir a nadie (aquí está el casi nada), ni siquiera hacerme un hueco, sólo quería vivir en libertad y hacer lo que más me gustaba: escribir. En mis pensamientos nunca estuvo sustituir a mi familia, simplemente quería ser libre, sin ataderos sentimentales más que los precisos. En mi estaba agazapado el temor a una nueva desilusión, a no encajar, a que mi presencia fuese sólo un vacío o no fuese nada. A que de nuevo no se me tuviera en cuenta.

Sin embargo no fue así. Nadie me preguntó nada sobre mis miedos, pero me dejaron convivir sin nombrarlos, aceptando con naturalidad mi presencia física y de contenido. Hicieron que fuera parte de una familia sin utilizar grandes gestos: sentían alegría cuando oían mi voz al entrar, me esperaban para comer, cocinaban platos que me gustaban, me preguntan cómo me había ido el día y cuál era el reportaje que me había tocado escribir. Sin estridencias. Nunca me ignoraron. 

Eso fue lo más doloroso de la despedida. Perdí lo que nunca había tenido, perdí una familia que no había buscado, que no me había venido impuesta. Pocas veces el destino me dio algo con tanta facilidad, algo por lo que no luché con esfuerzo. Quizás por eso lo perdí. 

Tanto tiempo después he conseguido escribir lo que sentí hace casi 20 años. Y envolverlo con palabras para Teresa, como si de un regalo se tratara. Por su cumpleaños, con un poco de retraso.


Esta foto es un regalo de mi amigo Alberto Reina. Me lo hizo para incentivar mi inspiración. Y ha resultado. Gracias.

sábado, 4 de febrero de 2012

El hilo de la vida

Para una persona como yo, con un sentido del ridículo más desarrollado de lo normal, contar parte de mis sentimientos es una prueba que me hago a mi misma. Este blog sólo ha sido desde el primer momento una forma de calmar mis ansiedades, por eso no suelo darlo a conocer. Aunque sus páginas no recojan entradas, no significa que mi alma esté tranquila, es sólo que mi actividad es demasiado frenética para pararme y pensar. Cuando lo hago, simplemente me duermo.


Llevo varios días dándole vueltas a un pensamiento. Hay varias personas que siguen este blog, que echan de menos mis palabras. Ojalá estuvieran cerca para que vieran por sí mismas cuál es la profundidad de mis ojos y cómo a veces hasta la voz la tengo cansada. Por su ausencia física hoy voy a darle rienda suelta a esta idea que ronronea a mi lado como si de un gato mimoso se tratase. 

Nunca en este portal he hablado de mi hijo, el primero. Se llama Salvador, como su padre. Vino al mundo cuando yo tenía 30 años. Es verdad, debo decirlo, que hasta entonces el sentido de la maternidad parecía extirpado de mis pensamientos. Pero sin más, entró y tanto pensaba en cómo sería antes siquiera de concebirlo que, incluso, soñé una noche con él. Recuerdo con precisión que era una bebé muy moreno y con grandes ojos. Estas características tampoco me eran extrañas porque de pequeña yo era así. 

Desde hace un tiempo soy consciente de que la empatía no es un sentimiento efectivo en todas las situaciones. Puedes tener mucha voluntad e intentar ponerte en el lugar de tus amigos, de tu pareja, de tu vecino, pero cuando se trata de determinadas situaciones, ésto, simplemente, es imposible. Nadie que no haya tenido hijos puede ni siquiera imaginar qué se siente cuando llega el primero (segundo o tercero...). Pero especialmente el primero. Yo sentí ahogo cuando vi la primera vez a Salva. Creí que era el efecto de la anestesia, de la situación (nació por cesárea). No, fue la emoción, nada desde entonces se ha igualado a esa sensación. Y también sentí mucho miedo, un miedo profundo, irracional, a todo. 

Cuando me lo pusieron en el pecho abrió unos ojos inmensos y me miró, pensé que no podría resistirlo. Quería tocarlo, besarlo, que mi piel estuviese siempre en contacto con la suya. Nada en este mundo era tan importante como aquel ser pequeño que sólo minutos antes se movía como un bicho en mi vientre. Y tenía el pelo muy negro, tal como yo lo había visto en mis sueños. Desde entonces, se convirtió en el centro de todos mis miedos. Hasta el punto de que un mes después, una enfermera me lo arrancó de los brazos para ingresarlo y no fui capaz de entender cómo el aire no me bastaba para seguir adelante. No. No hay relatividad que valga con un sentimiento así, no puedes pensar que hay cosas más malas que despegarte, sólo físicamente por un rato, de una pequeña personita que ha cambiado tu vida hasta convertirte en su esclava. Por eso la empatía es imposible en estos casos, y ni pensar quiero en otros.

Salva se ha hecho esperar siempre. Desde que nació el mundo se ha adaptado a él porque es imposible lo contrario. Ha creado un espacio a su alrededor que hay que respetar. Él siempre entra en el tuyo, agachando la cabeza, como si pidiera permiso. Puede ser tremendamente hablador en determinadas ocasiones (tengo una amiga que desde pequeño le llama el blablabla) pero habla más consigo mismo. Y siempre pienso que ojalá nunca se le meta en la cabeza nada malo para su vida porque es muy difícil de convencer. Por suerte, hasta ahora, es la sensatez personificada. Podría hablar durante horas, contar miles de anécdotas de su existencia. Yo siempre estuve ahí. Poco a poco voy soltando amarras y cada paso que él da hacia delante, mi interior se queda un poco más solo. Entiendo que es ley de vida y yo hago todo lo posible por empujarlo, darle alas y hacerle saber que siempre, siempre, estaré, incluso cuando ya no esté físicamente sólo tendrá que cerrar los ojos y mirar hacia dentro de sí mismo. 

Por muy alto y lejos que vuele, el hilo de su vida siempre estará enganchado al hilo de la mía.

Para mi hijo, Salva.



Salva tiene dos aficiones: seguir al Barcelona (aunque no juega al fútbol) y, sobre todo, viajar. Por eso estas fotos en el campo de su equipo y en las ruinas de Cartago en Túnez.